Debían de ser ya las once de la noche y yo estaba medio tumbado en la cama mientras que la única silla la ocupaba Kevin, el inglés con el que me había tocado compartir la habitación del albergue de Bourges. Ambos dábamos cuenta, a modo de improvisada cena, de lo que nos había sobrado del avituallamiento de la carrera. Yo unos sándwiches de pavo y él una lata de no sé qué extraña delicatessen británica en conserva. Para beber, Kevin una bebida energética; yo, agua del grifo. Fue entonces cuando me vino a la memoria aquel artículo que leí hace años sobre los métodos de captación de talentos que ponen en práctica los kenianos. Por si alguien lo ignora, consisten simplemente en citar tal día, a tal hora y en tal pista a todo aquel que tenga ganas de correr. Ya allí, y en la misma línea de salida, el juez informa a los treinta, cuarenta o cincuenta chicos que han acudido que atleta doblado, atleta eliminado. Y hala, a sus puestos.
-¿Pero cuántas vueltas hay que dar?
-No te preocupes de eso. Tú corre y calla.
-Pero…
-Listos… ¡ya!
Al cabo de tres o cuatro kilómetros comienzan a sucederse los doblajes y pronto el pelotón ha perdido ya una tercera parte de sus componentes.
-¿Cuánto falta?
-Que corras y calles, te he dicho.
Al cabo de un rato más, cuando en la pista ya solo queda un pequeño número de atletas, el juez anuncia por fin:
-Última vuelta.
Y es que en el fondo, lo nuestro no había sido muy diferente… Solo que cuando me disponía a pasar por meta por decimoctava vez yo sí creía saber lo nos faltaba: 154 kilómetros. O sea, 59 vueltas de algo más de dos kilómetros y medio. En aquel momento llevábamos solo seis horas de marcha de las 24 que debía durar la prueba. Sí, pero qué seis...
Lo habían venido anunciando los periódicos durante toda la semana: tiempo de perros en Bourges a partir del viernes por la tarde. Se esperaba frío, lluvia y seguramente, aunque estábamos ya en marzo, nieve. Y, efectivamente, estaba nevando. El sábado había amanecido con lluvia y a media mañana las gotas de agua se habían transformado en copos de nieve. Por fortuna, se deshacían al poco de alcanzar el suelo, así que en el instante de darse inicio la prueba, a las tres en punto de la tarde, todavía se podía marchar perfectamente. Además, la salida y la meta de los 200km estaban ubicadas en el interior de un pabellón ferial, lo que nos permitía cubrir a treinta o cuarenta metros protegidos de las inclemencias del tiempo a cada vuelta. De todas formas, de los cuarenta y tantos marchadores que habíamos recogido el dorsal, varios habían anunciado ya que solo pensaban cubrir, a modo de entrenamiento, 50, 60 u 80 kilómetros. El ruso que había venido de Siberia, los suizos, los belgas, los holandeses, Kevin, Santiago y yo estábamos allí, después de un viaje más o menos largo según de quién estemos hablando, con la clara intención de llegar hasta el final. O sea, que seis, siete, ocho y hasta quizás nueve, pero más de nueve tíos no me ganaban, eso seguro. Y Kevin, ni harto de vino.
Así que, bueno, qué le íbamos a hacer, yo había salido a lo mío, dispuesto a aguantar en pie 24 horas como fuera, sin preocuparme demasiado del ritmo al que cubría cada kilómetro, intentando sobre todo conservar fuerzas para cuando, a buen seguro de madrugada, el mercurio del termómetro cayera por debajo de la rayita que señala el cero y tuviera que echar mano de todas mis reservas de calorías solo para evitar quedar congelado. Por el momento lo venía consiguiendo gracias a que llevaba encima, en capas sucesivas, una camiseta de manga corta, otra de manga larga, un jersey de cuello alto y un chubasquero, además de gorro y guantes. Esto por arriba. Por abajo, dos pantalones hasta las rodillas. Eso sí, era el único que llevaba las piernas medio descubiertas. Y uno de los únicos dos que no llevaba calcetines (y no sabes la cantidad de dinero que me he ahorrado gracias a ello en estos últimos años).
Fue a partir de la tercera hora de carrera más o menos cuando empezó a nevar copiosamente. Por entonces ya llevaba más de una vuelta de desventaja con la cabeza de carrera, pero tal como se estaban poniendo las cosas aquello tenía poca importancia. Ya veremos dónde estamos todos mañana a las diez de la mañana, musitaba entre dientes al tiempo que sonreía forzadamente a los marchadores que uno tras otro me iban doblando.
Porque lo cierto era que a cada vuelta pasábamos por meta cada vez más cubiertos de nieve, ante la preocupación de jueces y organizadores, la conmiseración de los pocos espectadores que quedaban y la solicitud de los esforzados encargados del avituallamiento oficial.
-¿Barritas energéticas, chocolate, plátano, frutos secos…?
-No, gracias.
-¿Un poco de sopa?
-Que sea bien calentita.
-¿Y café?
-Eso en la próxima vuelta.
Con lo que acabó pasando lo que tenía que pasar: que la nieve cuajó. De pronto se hizo ya casi imposible marchar en línea recta, asentando con firmeza el talón del pie, tirando de él hacia atrás e impulsándose con la punta de los dedos, como mandan los cánones y enseñan los técnicos, que se ve que de marchar sobre nieve no tienen mucha idea, francamente. Por si fuera poco, un coche que pasaba por allí perdió el control y para esquivarlo algunos nos habíamos jugado cuanto menos la descalificación. Finalmente, el ayuntamiento había terminado por decidirse a enviar un par de operarios en un camión para que sembraran de sal la parte del circuito que tenía pendiente. Por entonces yo llevaba ya las zapatillas cubiertas de hielo y viendo lo que me faltaba empezaba a conformarme con volver a casa con al menos siete u ocho de los diez dedos, a ser posible los dos gordos entre ellos.
Así estaban las cosas, ya digo, cuando solo llevábamos seis horas. Un poco antes, por cierto, me había adelantado Kevin. Ya nos veremos cuando sean las cuatro de la madrugada, me había dicho a mi mismo, después de saludarle. Sí, llevábamos solo seis horas de marcha cuando al pasar nuevamente por meta el juez, enseñándome el índice, me anunció:
-Última vuelta.
-¿Última? Pero si todavía quedan 59.
-Hace muy mal tiempo. Dernier tour.
En fin, aquella última vuelta la había dado a toda leche, arriesgándome a darme un morrazo y romperme el culo o perder algún diente –ahora que al menos iba a salvar los dedos-, pero al final solo había podido ganar dos puestos. Y a Kevin no lo había visto ni a lo lejos, maldita fuera su estampa. El vigésimo segundo de la general. Sin derecho a premio en metálico. Una camiseta y una bolsa de deporte y encima tuve que dar las gracias. Delante de mí se habían clasificado varios que nunca tuvieron la intención de terminar la prueba y que de repente se habían encontrado con un trofeo en las manos y un sobre en el bolsillo.
-Me quedan dos sándwiches, ¿te apetece uno, Kevin?
4 comments:
¿Hablabamos de destino? Solo unos pocos estan escogidos para la gloria. Tu Bernardo eres uno de ellos.
Un abrazo
Pues que gracia!!! Después de todo seguro que hasta estabas contento de que pararan la prueba, no? Eh! que en Madrid 1990 quedé cuarto de España y no me dieron ni una cochina camiseta (solo tengo fotos de aquel dia), solo pasar el antidoping...
Muy buena la historia, tiene hasta un sabor evangélico...
Gran crónica, me alegro que la hayas recordado en el twitter, porque yo no había parado por aquí por aquellas fechas.
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