Salgo con la intención de hacer cosa de 10 km. Al llegar al control de entrada al Dique del Oeste doy la vuelta. (Qué tiempos aquellos en que no había control y podías seguir adelante, pasar junto a los buques de la VI Flota -yo he pasado marchando a cinco y pico el mil junto al mismo USS Missouri sobre cuya cubierta el Japón firmó su rendición tras Nagasaki-, el puesto de hamburguesas y los silos de cemento, y girar donde estaban los petroleros de la Campsa.) A poco de dar la vuelta un vehículo de la Policía Portuaria se detiene al borde de la calzada unos metros delante de mí. De él sale un policía que me hace señas para que me detenga. A ver qué habré hecho ahora, pienso, con esa indiferente serenidad que me da el comprobar que, si lleva pistola, no la ha desenfundado.
-Llevo más de treinta años trabajando aquí y más de treinta años viéndote ir y volver marchando. Dentro de unos meses me jubilo y me he dicho: no me puedo ir sin haberle saludado.
-Un placer -le digo, mientras estrecho su mano.
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