Creo que escribí más abajo que confiaba en que nadie esperase que en Dijon fuera a conseguir mi marca personal. Lo que pasa es que tampoco esperaba conseguir la peor, todo hay que decirlo. 170,6 kilómetros. Ni en el más dramático de los casos, vaya. Como que me ganó hasta una tía.
Claro que también es verdad que otras veces en condiciones semejantes he optado por decir buenas noches y hasta la próxima y en cambio en esta aguanté hasta el final. No me retiré porque sabía que por muy larga que fuera la carrera, más lo iba a ser el viaje de vuelta si abandonaba, que ya tengo experiencia en eso.
Pero vamos por orden. La salida fue a las tres de la tarde y a las cinco todavía iba bien. A las siete, ya no tanto; a las nueve, digamos que regular; a las once, mal; a la una, fatal; a las tres… A las tres de a madrugada iba hecho una mierda, tú. Perdido en mitad de la clasificación, sin esperanza de remontar y sabiendo ya que ni 200 kilómteros, ni 190, ni siquiera 180. Y, además, muerto de frío. La temperatura debía estar entonces en torno a los tres o cuatro grados y si había empezado a marchar con una camiseta de manga larga y debajo otra de manga corta, ahora llevaba ya un jersey de cuello alto y una chaqueta, además de guantes. Soporté la noche a base de vasos de sopa, cafés y repetidas visitas a la tienda de los podólogos para calentarme las manos ante la estufa. Así hasta que amaneció por fin.
-Ya falta poco.
-Sí, teniendo en cuenta que son las nueve de la mañana, solo quedan seis horas, anda y no me toques más los huevos.
Al menos la mitad de los que habían tomado la salida abandonaron. De los que llegaron, solo un par rindieron conforme a lo que se podía esperar de ellos. Tampoco Santiago y Pepe. A Pepe -el segundo por la derecha en la foto- me lo encontré en mitad de la noche tomándose un analgésico sentado sobre el guardabarros del coche y unas cuantas vueltas después lo estaba atendiendo ya un sanitario. Perdió hora y media, pero continuó. Santiago -el segundo por la izquierda-, como es médico de mujeres, se fue pasando consulta a sí mismo periódicamente, recentándose dosis importantes de descanso cada cierto número de vueltas. Los dos consiguieron terminar por encima de los cien kilómetros. Al que deje de ver a partir de la mitad de prueba era a Philippe (el primero por la derecha).
-¿Y Philippe?
Philippe es un franchute con el que habíamos pasado un buen rato sentados a la mesa durante las horas previas a la prueba. Philippe habla español. Lo habla muy bien, pero, sobre todo, lo habla mucho. Su objetivo era simplemente terminar y había salido en plan conservador.
-Los sanitarios le han obligado a abandonar. Se ha mareado dos veces y tiene la tensión muy baja.
Fui contando las horas hasta el final y, aun así, en las últimas vueltas conseguí pasar del noveno al octavo puesto. Me dieron como premio una medallita, un juego de copas de cristal de diferentes colores que regalé allí mismo a unos amigos y un reloj despertador que ayer, ya en casa, tardé lo menos media hora en conseguir programar. Y cincuenta euros para compensar los gastos. Vamos, lo que se dice un profesional.
Claro que también es verdad que otras veces en condiciones semejantes he optado por decir buenas noches y hasta la próxima y en cambio en esta aguanté hasta el final. No me retiré porque sabía que por muy larga que fuera la carrera, más lo iba a ser el viaje de vuelta si abandonaba, que ya tengo experiencia en eso.
Pero vamos por orden. La salida fue a las tres de la tarde y a las cinco todavía iba bien. A las siete, ya no tanto; a las nueve, digamos que regular; a las once, mal; a la una, fatal; a las tres… A las tres de a madrugada iba hecho una mierda, tú. Perdido en mitad de la clasificación, sin esperanza de remontar y sabiendo ya que ni 200 kilómteros, ni 190, ni siquiera 180. Y, además, muerto de frío. La temperatura debía estar entonces en torno a los tres o cuatro grados y si había empezado a marchar con una camiseta de manga larga y debajo otra de manga corta, ahora llevaba ya un jersey de cuello alto y una chaqueta, además de guantes. Soporté la noche a base de vasos de sopa, cafés y repetidas visitas a la tienda de los podólogos para calentarme las manos ante la estufa. Así hasta que amaneció por fin.
-Ya falta poco.
-Sí, teniendo en cuenta que son las nueve de la mañana, solo quedan seis horas, anda y no me toques más los huevos.
Al menos la mitad de los que habían tomado la salida abandonaron. De los que llegaron, solo un par rindieron conforme a lo que se podía esperar de ellos. Tampoco Santiago y Pepe. A Pepe -el segundo por la derecha en la foto- me lo encontré en mitad de la noche tomándose un analgésico sentado sobre el guardabarros del coche y unas cuantas vueltas después lo estaba atendiendo ya un sanitario. Perdió hora y media, pero continuó. Santiago -el segundo por la izquierda-, como es médico de mujeres, se fue pasando consulta a sí mismo periódicamente, recentándose dosis importantes de descanso cada cierto número de vueltas. Los dos consiguieron terminar por encima de los cien kilómetros. Al que deje de ver a partir de la mitad de prueba era a Philippe (el primero por la derecha).
-¿Y Philippe?
Philippe es un franchute con el que habíamos pasado un buen rato sentados a la mesa durante las horas previas a la prueba. Philippe habla español. Lo habla muy bien, pero, sobre todo, lo habla mucho. Su objetivo era simplemente terminar y había salido en plan conservador.
-Los sanitarios le han obligado a abandonar. Se ha mareado dos veces y tiene la tensión muy baja.
Fui contando las horas hasta el final y, aun así, en las últimas vueltas conseguí pasar del noveno al octavo puesto. Me dieron como premio una medallita, un juego de copas de cristal de diferentes colores que regalé allí mismo a unos amigos y un reloj despertador que ayer, ya en casa, tardé lo menos media hora en conseguir programar. Y cincuenta euros para compensar los gastos. Vamos, lo que se dice un profesional.
1 comments:
Acuso el golpe. Ya veo que tendré que echarle mucho azucar al café.
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