Suena la alarma del reloj. La verdad, no sé de qué me quejo. Mucha gente se levanta cada día a las cuatro de la mañana. (Claro que no es menos cierto también que no conozco a nadie que lo haga habíandose acostado previamente a las dos.) Con todo, no habré dormido más de hora y media, y en períodos, como mucho, de un cuarto de hora.
Me abrigo sin salir del saco, me pongo luego no sin esfuerzo las zapatillas, y abandono la tienda intentando no hacer ruido para no despertar a ninguno de los coredores que la comparten conmigo. La mayoría dormían ya cuando me acosté y ahí siguen, los muy cabrones.
Hay estudios que discuten la idoneidad de salir a hacer ejecicio antes de desayunar. Yo no solo no he desayunado todavía, sino que ni siquiera me he quitado las legañas. Y ahora que caigo, tendría que haberme cambiado de pantalones, porque estos hace ya dos días que los llevo puestos. Bueno, ya me pondré unos limpios por la tarde. Y a ver si también aprovecho y me ducho.
Cojeo al dar los primeros pasos. Tengo los pies hechos polvo por culpa del terreno y de las chinas que no dejan de entrarme en las zapatillas y que me obligan a pararme y descalzarme a cada rato para desalojarlas. De esta manera, penosamente, paso al poco junto a la mesa del avituallamiento. Lo hago, sin embargo, sin detenerme. No tengo ganas de llevarme nada a la boca porque, entre otras razones, después de tres días de marcha la tengo llena de llagas. Esperaré a la próxima, a ver si queda algo de bizcocho, y en la otra igual hasta me como medio plátano o algún gajo de naranja, y luego me lavo la cara. Entonces me quedarán casi diez horas hasta la próxima parada. Diez horas de marcha y dos de descanso. Así dos veces al día. Ese es mi plan. Paro de dos a cuatro de la tarde y de dos a cuatro de la madrugada. Por la tarde aprovecho el descanso para acercarme a la playa a remojarme los pies e intento echar luego una cabezadita a la sombra. Por la noche me meto directamente en el saco de dormir, sin mayores concesiones al ocio. Me pregunto a ver cuánto aguantaré a este ritmo, porque, sinceramente, ya estoy hasta los huevos. Todavía no he alcanzado la mitad de la prueba y no solo voy cada vez más lento (ya simplemente camino rápido, y no tan rápido como mi ritmo cardíaco parece indicar), sino que además me voy dejando una infinidad de tiempo aquí y allá en paradas que antes eran vistas y no vistas y que ahora se van alargando también cada vez más. Es verdad que sigue poniéndome nervioso el hecho de que en el puesto de avituallamiento se demoren en servirme el puré, que haya cola para las patatas fritas, o que no tengan lista la sopa cuando la pido, pero ahora mismo, cuando no hace más que un rato que he vuelto a reanudar la marcha, ya solo espero que llegue la hora del desayuno y el cocinero catalán ocupe su sitio para coger mi bol de café con leche y un par de pedazos de barra de pan con mantequilla para sentarme de nuevo a la mesa. Los primeros dos días lo engullía a toda prisa; ahora, el desayuno, o la cena, no representan sino una excusa más para introducir un descanso adicional medianamente justificado. Como ir al baño: hay que ver lo cómodo que se está sentado en el retrete mientras todo el mundo sigue dando vueltas al sol. (Y no será porque allí no haya también que hacer cierto esfuerzo.)
El sol empieza a asomar sobre los Alpes. Al otro lado de la bahía, en Niza, las luces de la Promenade des Anglais se van apagando. Un día más. ¿Hoy es miércoles o jueves?