Fue en Schiedam, un pequeño arrabal de la ciudad de Rótterdam, en una prueba de 100 millas (160,9 kilómetros). Era mi primera prueba de 100 millas, mi primer intento de convertirme en un centurión, que a la marcha de gran fondo viene a ser lo que al judo el cinturón negro quinto dan.
Cuando me retiré había hecho ya 112 kilómetros de los 160 de los que, ya digo, constaba la prueba, tenía tiempo de sobra para bajar de las 24 horas y, lo repito por si alguien no se había enterado todavía, iba el primero. Pero, escuchen, si hubiesen estado en mi lugar habrían hecho lo mismo. Yo ya no podía más. Había ido verdaderamente rápido durante los primeros 60 o 70 kilómetros, pero en cuanto llegó la noche la cosa empezó a complicarse. Visto que era mi primera prueba de más de 100 kilómetros, seguramente debí haber salido más despacio, reservando fuerzas para unos kilómetros finales que desconocía completamente. Ya, pero es que pronto me di cuenta de que no solo podía convertirme en un centurión, sino que además podía ganar aquella carrera. El tipo que había marchado codo con codo conmigo durante los primeros cincuenta kilómetros –un holandés alto y desgarbado- había tenido que pararse un par de veces –para nada en especial, simplemente se sentaba y descansaba- y había perdido mucho tiempo, así que no tardé mucho en doblarlo. Los primeros problemas llegaron poco después. Había ido demasiado rápido, pero también había comido demasiado. La cosa era comprensible. Porque la carrera era en Schiedam, ya saben, pero yo había dormido en Ámsterdam, a más de una hora de viaje en tren, más el correspondiente trasbordo y un nuevo recorrido, este en cercanías, y como la salida era a mediodía había tenido que dejar con cierta premura del hotel, no fuera a perder el expreso de las ocho y cuarto, por lo que me presenté en el circuito sin haber desayunado más que un chocolate en una máquina de la estación. Total, que para compensar fui desayunando sobre la marcha echando mano del avituallamiento desde el principio, esta vuelta un poco de zumo de naranja, a la siguiente un bollo, la tercera un sándwich y un poco más de zumo, gracias, ¿pondrán café más adelante? El estómago me dio los primeros avisos poco después de lo que debería haber sido la mitad de la prueba, que en España viene a ser la hora de la merienda pero que en los Países Bajos ya es la de la cena, menudo lío, ¿me zampo un yogur natural o mejor un sándwich de pollo?, así que cuando pasé los cien kilómetros, hacía ya casi veinte que no probaba bocado, tenía unas enormes ganas de vomitar, mis fuerzas iban disminuyendo y tenía las piernas tan agarrotadas que una vez que me paré con la intención de hacer un par de estiramientos a duras penas pude llegar a tocarme las pantorrillas. Como se me desaten los cordones de las zapatillas estoy listo, recuerdo que pensé.
A aquellas alturas mi ritmo de marcha había quedado reducido al de una simple caminata y la palabra abandono me rondaba ya por la cabeza con una insistencia preocupante. Hasta ese momento solo me había retirado tres veces en mi vida, una por culpa de una diarrea espantosa y dos casi seguidas a causa de una persistente baja forma que luego resultó ser consecuencia de una anemia. Me quedaban más de cuarenta kilómetros, al paso que marchaba más de cinco horas de marcha. Yo no me veía capaz de marchar media hora más, no digamos cinco enteras. Y ya no hablo del sueño que tenía.
-Abandono, Hans. No puedo más.
Hans era el organizador de la prueba y en ese momento estaba a pie de circuito animando a los marchadores. Hans se había mostrado muy sorprendido al verme aparecer allí a primera hora de la mañana. Era el primer español que participaba en la prueba en toda su historia.
-¿Pero cómo vas a abandonar si vas el primero?
Y me paré allí mismo para demostrarle cómo se hacía.
-Venga, continúa al menos una vuelta más.
-No, te he dicho que me retiro. ¿No ves que no puedo con mi alma?
-Venga, otra vuelta.
-No.
-Otra vuelta.
-No.
-Solo una.
-Bueno.
Hans me acompañó aquella vuelta, que hicimos andando tranquilamente, él intentando convencerme de que no fuera la última y yo intentando cambiar de conversación.
-¿Y cuántos habitantes tiene Schiedam, Hans?
Conque al llegar a la línea meta me senté en una silla y dije que de allí no me movía.
-Que me retiro, leche.
Estuve allí sentado cerca de una hora. Hasta que vi pasar al holandés que hasta aquel momento había ido segundo y que ahora ya iba en primera posición. Alcé la mano para saludarle y luego me fui a dormir.