A mitad de subida del Tomir me cruzo con un excursionista que se aparta para dejarme pasar. Me pregunta si voy el último. Le contesto que no sin demasiado convencimiento. Me temo que los dos únicos tipos que iban detrás de mi se han retirado ya y realmente sí lo soy. La confirmación de mis sospechas me llega cuando, poco después de alcanzar la cima y empezar la bajada, escucho voces a mi espalda y me giro para descubrir a la pareja, él y ella, que va haciendo labor de escoba. Ya los tengo ahí, maldita sea. Me animo pensando que en el fondo la cosa no tiene mayor importancia porque he pasado por el control del kilómetro 29 en el coll des Pedregaret con media hora de adelanto sobre el tiempo límite, así que voy a llegar el último, sí, pero voy a llegar.
A mitad del descenso me alcanzan y se ponen a seguirme a unos pocos metros de distancia. No es la primera vez que voy a acabar el último en una carrera, y por eso mismo sé muy bien que si hay algo que el último clasificado de una prueba agradece sinceramente es poder pasar el trance con discreción y, de ser posible, en la intimidad, Cuando vas el último, hasta el tañido de campana que avisa a todo el mundo que solo te falta una vuelta acaba por estar de más. No sé quién es la pareja que me sigue, pero ya veo que en los diez kilómetros que me quedan me voy a tener que tragar obligatoriamente su interminable cháchara. Eso si no termino por descalabrarme en cualquier momento, porque me pisan los talones de tal manera que si no aumento el ritmo igual en un descuido me pasan por encima. Por su culpa he tropezado más veces en este último kilómetro que en todo el resto de la carrera. Al poco oigo como ella le pregunta a él que qué tiempo cree que vamos a hacer (¿vamos?, ¿cómo que vamos?). Siete horas y media, contesta. Según mis cálculos estaremos más cerca de las ocho horas que de las siete y media, conque a ver si nos tranquilizamos y nos lo tomamos con calma.
En el avituallamiento del kilómetro treinta y cinco parece que se paran. Yo lo hago lo justo para beber algo de isotónico, sin hacerle puñetero caso al voluntaario que me ofece betadine -no me había dado cuenta hasta ahora de que llevo sangre en las manos, me cago en la puta "rosseguera"-, y reemprendo en seguida la marcha apretando el paso para ver si les saco suficiente ventaja y me libro de ellos.
Es inútil. Antes de diez minutos los tengo de nuevo pegados al cogote contándose la vida el uno al otro. Oigo como él se queja de que ir a este ritmo tan lento le carga mucho las piernas. Joder con el señorito. Pues que sepas, pienso, que no tengo intención de correr ni un solo metro, ¿estamos? He llegado hasta aquí caminando toda la carrera y así llegaré al kilómetro cuarenta y cuatro. Por mis huevos.
Los cinco kilómetros finales son de aslfato pero hasta llegar allí todavía me quedan al menos uno par más por caminos pedregosos. Miro constantemente el reloj, y me parece que no soy el único. Oigo ahora como ella vuelve a preguntarle por el tiempo que se supone que vamos a hacer. Él contesta que será más de siete horas y media, que antes dijo ese tiempo porque pensaba que iríamos más rápidos en la bajada, tócate los cojones. Ya es lo que me faltaba, me digo justo antes de poner mal el pie y estar a punto de darme una leche.
Llegamos por fin (llegamos, sí, porque a este par ya no me lo quito de enicma, habrá que joderse) al avituallamiento del kilómetro cuarenta. Los voluntarios apuntan el número de mi dorsal mientras apuro un vaso de agua.
-¿Y el vuestro? Ah ya, que sois la escoba. ¿Así que el 493 es el útimo?
Foto: Dani Salas